lunes, 19 de diciembre de 2016

La izquierda maquis y el nacionalismo excluyente: una apasionada relación sentimental.


“Para la mayor parte de la gente el nacionalismo catalán y vasco es un movimiento artificioso que, extraído de la nada, sin causa ni motivos profundos, empieza de pronto unos cuantos años hace. Según esta manera de pensar, Cataluña y Vasconia no eran antes de ese movimiento unidades sociales distintas de Castilla o Andalucía. Era España una masa homogénea, sin discontinuidades cualitativas, sin confines interiores de unas partes con otras. Hablar ahora de regiones, de pueblos diferentes, de Cataluña, de Euzkadi, es cortar con un cuchillo una masa homogénea y tajar cuerpos distintos en lo que era un compacto volumen.” Ortega y Gasset, La España invertebrada, 1921.


Todo país con una larga trayectoria carga con lastres. Y la nuestra es una nación muy antigua que nunca ha sido aligerada de sus pesos. Sería por ello muy prolijo hacer una relación completa de todas las pesadas cargas con las que cuenta España, pero voy a centrarme en dos rémoras contemporáneas que han coincidido en un interés común, con la curiosa particularidad de que se trata de grupos que en condiciones normales serían fuerzas antagónicas, pero que en lo de reformar la Constitución de 1978, en este momento, están aliados. Como dijo Winston Churchill: la política crea extraños compañeros de cama.




La cuestión es: ¿qué es lo que puede tener en común una izquierda levantisca, que posee como sorprendentes referentes a personajes con una concepción absolutamente centralista del Estado tan siniestros como Marat o Robespierre, con unos movimientos nacionalistas excluyentes de origen burgués? Pues tratemos de desentrañar el misterioso caso de los jacobinos federalistas.

No voy a extenderme en detalle en este artículo en el origen del nacionalismo catalán y vasco, aunque quizás lo haga más adelante en otras entradas. Pero lo que sí voy a hacer ahora es una rápida referencia a una sucesión de hechos históricos, que tal vez nos den una pista sobre los orígenes de este “movimiento artificioso” al que hacía referencia Ortega a poco más de veinte años de su nacimiento:

  •      Con la invasión napoleónica de 1808 y la Constitución de 1812, nace la España contemporánea. Y poco después comienza el fin del Imperio. Se trata de un siglo especialmente catastrófico. Llegamos a tener hasta tres guerras civiles... ¡simultáneas!
  •         La pérdida de las últimas colonias perjudicó especialmente a las provincias vascas, por perder el privilegio de recibir artículos de ultramar libres de impuestos.
  •        Las guerras carlistas (1833-1876) afectaron a los fueros vascos, privilegios medievales que inexplicablemente han sobrevivido a todas las épocas, salvo unas restricciones temporales que se efectuaron precisamente en estos años.
  •         Curiosidad: todos los derechos medievales, que existían en las comunidades históricas francesas fueron eliminados de forma expeditiva por los jacobinos, esos a los que tanto admira Pablo Iglesias, en aquella “ejemplar” revolución. Para aquellos, guillotina. Para estos, “derecho a decidir”.
  •        En el caso de Cataluña el desastre de 1898 fue catastrófico para la industria. Sus textiles tenían trato aduanero preferente en las Antillas, frente a los altos aranceles aplicados en aquellas fronteras a los productos de los países del entorno, muchos más baratos. Y ya entonces culpabilizan a Madrid de lo sucedido.
  •        Otra curiosidad: observemos que la letra de Els Segadors aparece en 1899. Tan sólo un año después del desastre del 98.
  •        Tras décadas de crisis políticas que menguan la actividad económica, y al tiempo que se producen la pérdida de las últimas colonias de ultramar, nacen los nacionalismos de catalanes y vascos.
  •        Las inestabilidades económicas y políticas continuarán durante el siglo XX. Los sucesivos sofocamientos a los movimientos nacionalistas retroalimentan su fortaleza. En la II República se consolidan ante el caos generalizado.
  •        La represión de los nacionalismos durante el franquismo logra que hagan causa común con la izquierda, con la que comparten clandestinidad y  enemigo.
  •         Contra todo pronóstico a finales de los años cincuenta, y por simpatía con los movimientos descolonizadores del Tercer Mundo, en el País Vasco acaba naciendo un independentismo que ya no es burgués, sino de izquierdas, e incluso revolucionario. (Por su parte el nacionalismo catalán fue durante mucho tiempo conservador, ni siquiera Ezquerra Republicana era independentista en un inicio, pero esto… “ahora no toca”.)

Y llegó  1936…

Si hay un hecho que ha partido a una nación en mil pedazos ha sido nuestra Guerra Civil. Un período traumático sin precedentes. La primera gran guerra documentada en España y con proyección internacional, lo que ha hecho que de ella se tenga más memoria que nunca. El dolor larvado de esa humillación durante generaciones ha sido imposible de borrar en algunas personas, incluso manteniendo vivo el resentimiento hasta nuestros días.[1] El odio se prolonga en el tiempo más que el amor, por eso hay odios entre familias que se heredas generación tras generación. Y hubo mucho de eso en esta guerra. Y el que no existía, allí nació.

Tras la guerra la oposición al franquismo que permanecía en el interior se mantuvo durante mucho tiempo desactivada por una dura represión. Existía en la clandestinidad, pero no obtuvo grandes logros significativos, sólo algunos esporádicos y poco relevantes actos de sabotaje. Eso sí, durante el franquismo surgió un vínculo mesiánico inverso entre fuerzas que en otro caso serían opuestas. Ahí actuó el principio del si estás contra él estás conmigo. De esta manera, hasta la izquierda más formal llegó a ver con simpatía, o al menos a no reprochar con dureza, cualquier oposición al Régimen, por brutal que fuera, incluyendo hasta los actos asesinos de ETA. Por esto, en cierto modo, podemos decir que durante el franquismo la autarquía no sólo fue un sistema aplicado a la economía doméstica, sino que también fue una realidad ideológica. Todo se retroalimentaba (incluido el odio) sólo mirando al pasado. Y así existió un inmovilismo del pensamiento político que casi afectó más a la oposición que al Régimen, y por eso los sectores más radicales de ambos grupos quedaron lastrados durante años. Así se explica la prolongación de movimientos como el GRAPO, Terra Lliure o, especialmente, ETA. Y sin embargo el terrorismo de extrema derecha, que también existió, tuvo un recorrido mucho más corto y limitado.

En los últimos años del franquismo ya existía un importante movimiento de disensión dentro del mismo Régimen que proponía un progresivo aperturismo político, ya que se veía que era esto sería inevitable y se empezó realizando importantes reformas en lo económico. Había que homologarse con el resto de países de Europa. Finalmente la evolución sería liderada desde dentro a través de un emergente tutelado del Régimen, Adolfo Suárez, en connivencia con Juan Carlos I, el candidato a la Corona propuesto por el mismo general Franco. La figura del Príncipe, por la manera en la que fue designado, sería clave para que los miembros más inmovilistas del Movimiento pudieran ceder sin sentirse en exceso traicionados en sus principios, era una elección de Franco. Sin embargo, con una lectura atenta del proceso, no podemos negar lo que siempre ha postulado Antonio García-Trevijano (coordinador de la oposición democrática de entonces) que con la Constitución de 1978 más que iniciar una ruptura hacia la democracia lo que creó fue una oligarquía de partidos, que es sin duda el mayor error de nuestra Carta Magna. En defensa de los padres del texto se podría decir que al menos sí era una evolución pasar de esa autodenominada democracia orgánica a una partitocracia plural con sufragio universal. Pero la Constitución de 1978 añadía dos bombas de relojería: el café para todos, desafortunado invento de Manuel Clavero Arévalo y, en directa relación con esto, un desproporcionado planteamiento electoral más territorial que ciudadano[2]. Todas estas cuestiones daban leña a los ya caldeados fuegos de los nacionalismos y a los de aquella izquierda resentida por la derrota que no estaba dispuesta a perdonar.

Y, pese al plomo de ETA, se hizo la Transición.




Ya en el siglo XXI, como en otros países del sur de Europa, en España aparece una anacrónica, e inesperada, izquierda populista que prolonga ad infinitum una ya grotesca fase de no aceptación de la muerte del marxismo. Con una actitud vengadora, reavivando el espíritu de las revoluciones perdidas y rechazando los consensos de la Transición, negándose a aceptar la modernización que significó el paso a la socialdemocracia. Felipe González en aquellos años tendió un puente hacia el siglo XX a la generación anterior y estos, hijos o incluso nietos, ahora se manifiestan contra aquello con un rechazo desafiante. Se apoyan en los errores de los últimos años del felipismo para sentirse reafirmados en su tozudez. Ahora vemos que con el paso de los años, aquella reducida pero muy activa disidencia hostil, se dedicó con ahínco a adoctrinar desde sus tribunas a las nuevas generaciones. Perpetuaron el rencor histórico. Obviaron el perdón de sus compañeros y centraron su discurso en un resentimiento inmovilista. Y así ha nacido ahora una izquierda reaccionaria, que combate desde el odio. Se ha creado lo que podemos llamar, desde el punto de vista intelectual o del activismo político, una izquierda maquis.[3]





Así pues, ya desde el franquismo y tras la Transición, tenemos por un lado el empecinamiento de esta izquierda maquis. Mantienen sin una posible redención el sempiterno discurso emocional: “Nos humillaron. Sentimos orgullo y rabia. Somos humanos. No perdonamos ni olvidamos.” No debemos minusvalorar su dolor. Pero ¿hasta cuándo ha de durar el resentimiento? ¿No pudo superarlo Carrillo que era participante activo y que fue beneficiado por el perdón?
 Y por otro lado tanto en Cataluña como en el País Vasco, por encima de los posibles motivos políticos y económicos, siempre se ha vendido el nacionalismo como un hecho eminentemente sentimental: “Somos diferentes. Tenemos una cultura propia. España nos roba. Tenemos que ser libres.” Pero ¿tiene ese nacionalismo excluyente sentido fuera de supuestas ventajas económicas? ¿Y realmente tiene ventajas económicas? Como decía Pla: “El catalanismo no debería prescindir de España porque los catalanes fabrican muchos calzoncillos, pero no tienen tantos culos”. Y ahora España, no es sólo este territorio, ahora también es la Unión Europea.
En ambos casos no hay un discurso racional, sólo sentimental. ¿Y cómo podemos luchar contra los sentimientos? La vía emocional es un buen recurso. No necesita de argumentos. Emocionarse y sentir no requiere de grandes esfuerzos. No necesita de formación ni de estudios. El sufragio es universal. Y todo el que se emociona vota. (Quizás esto sí que haya de cuestionarse.) A veces parece que sólo hay una solución, la que propone Pablo Iglesias. Pero yo no creo en guillotinas. Ni creo que fueran necesarias antes, ni mucho menos ahora. Si su concepto de democracia es ese, no lo comparto en absoluto. Vamos en diferentes barcos. Sí creo en que hay que buscar nuevos caminos. Y ponerle imaginación para encontrarlos. 
Me remito a estas palabras de Bertrand Russell, un notable ateo de la izquierda más intelectual, quizás a él le puedan hacer caso:



La Constitución sí necesita algunas reformas. Pero tal vez no sean precisamente las que estos grupos desean. Pero sobre eso ya escribiré en las próximas entradas de este blog. Será un honor si me acompañan en el camino. 





[1] Por más que la historiografía oficial progresista ha tratado de relativizar la situación, en algunos casos describiendo la II República casi como una Arcadia feliz, lo cierto es que leyendo discursos de personajes como Largo Caballero, uno de los líderes del PSOE del momento, nada indica que no hubiera sucedido algo similar o incluso más duro si gana el Frente Popular la guerra. Guerra que tarde o temprano hubieran iniciado unos u otros. Todo indica que simplemente los militares conservadores se adelantaron y ganaron.
[2] En varios artículos de la Constitución los territorios están por encima de los ciudadanos. Esto, por ejemplo, da como resultado que hay circunscripciones, como Soria, en las que se consigue un escaño con poco más de doce mil votos, mientras que en Madrid se necesitan más de cien mil.
[3] También hay que tener en cuenta que la LOGSE de Rubalcaba y el zapaterismo (que fue un pueril retorno al espíritu de las Nuevas Izquierdas de los sesenta) hicieron el resto. El PSOE, en cierto modo, fecundó el huevo de su propia serpiente. 

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